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Enséñame a luchar

  • Berenice Moreno
  • 15 ago 2015
  • 5 Min. de lectura

Tres de la mañana, María se arremolina en su estrecha cama, extiende una mano y enciende la luz. Se levanta presurosa, va hasta la cocina donde con algunas ramas enciende el fogón, coloca agua suficiente en una maltratada olla y sale nuevamente hacia la otra habitación.

En una bolsa de costal coloca un rebozo extra y su sombrero. Se dirige hasta un mueble de madera, saca algunas monedas, las envuelve en un paliacate y las introduce en la bolsa. Corre a la cocina y le coloca algunos granos de café a la olla de agua que ya se encuentra hirviendo, saca algo de maza (maíz, cocido y molido previamente), pone la tortillera en el suelo y apresuradamente, hace unas tortillas. El olor a café aviva sus sentidos, mientras ‘echa tortillas’ introduce una taza de plástico en la olla y saca algo de café. Espera unos minutos y se lo toma. Sus tortillas ya están hechas, las envuelve en una servilleta que ella misma diseñó y bordó, las introduce en una bolsa de plástico. De pronto fija su mirada en unas tablas que cuelgan del techo de su pequeña y modesta cocina, –tres blanquillos–no son suficientes para alimentar a cinco personas. Los mira por algunos minutos más y termina dejándolos en su sitio.

Sale ya con el itacate colgando en el rebozo y da unas últimas indicaciones –hija, cuando se levanten tus hermanos y papá les preparas de comer, en la tabla hay huevos, los haces y vas a la milpa por calabazas o flores, a ver qué encuentras. Yo ya me voy, el camión me deja, nos vemos al rato–.

La luz de madrugada aún está presente en toda la comunidad de San Juan Cote, municipio de San Felipe del Progreso, pero María emprende su camino con destino al camión que, según le dijeron, pasaría por el centro a las cuatro de la mañana, por lo que, armada de una vara de tepozán (arbusto que crece en las laderas de su comunidad), emprende su camino. Sus pies descalzos caminan ágilmente sorteando los charcos y el lodo que se ha hecho después del aguacero.

Al llegar a las primeras casas, se detiene, alista su vara y prosigue, el ladrido de los perros se deja escuchar, salen a su encuentro, intentan atacar a la persona que camina por las veredas sin que la luz del día haya disipado la neblina que cubre el valle.

Una vez en el centro, sus compañeros ya arriba del camión, la apresuran. – ¡Corre María!, ya es tarde, eres la última–. Entre el pasto limpia sus pies que se han llenado de lodo y se coloca unos zapatos rosas de plástico. Sube y se acomoda en su asiento.

Cinco de la mañana. El municipio de Ixtlahuaca les da la bienvenida a los pasajeros. El frío cala los huesos y hace que todos protesten al ser abiertas las puertas del camión que se ha detenido para cargar gasolina. A lo lejos, se escucha: –“atoles y tamales calientitos para el frío”–. Unos minutos después, algunos valientes descienden del vehículo y se arremolinan en los alrededores del carrito con tamales. María y la mayoría de sus compañeros permanecen sentados, esperando que el autobús encienda y prosiga su camino. Cansados de esperar descienden y se dirigen a comprar, pero antes, preguntan el precio de tan suculentos platillos ­­–“diez pesos el tamal solo y trece con pan y los atolitos siete pesos, ¡ándele, anímese para que se le quite el frio!”–. El grupo que ha bajado con María no contesta, se retiran, van a los sanitarios y suben nuevamente al camión.

–Mamá, tengo hambre, ¿por qué no compramos un tamal?–

– Aguántate hijo– le dice Teresa a su hijo que enfadado, llora.

– ¿Cuánto va a ser del pasaje?– pregunta alguien desde los últimos asientos.

–Setenta y cinco pesos, le responden–.

María saca el pañuelo en el que ha envuelto su dinero, lo cuenta y susurra “es exacto lo que traigo, el tamal tendrá que esperar, ya más tarde me comeré mis tortillas, que son más sanas”– dice como animándose.

El sol comienza a salir, quienes duermen, despiertan, quienes miran, dejan de hacerlo y platican con los soñolientos que han decidido contar historias para amenorar el trayecto. Dentro del camión, jóvenes, niños y adultos cansados por las horas de viaje protestan. El llanto de un niño de escasos dos años se escucha tenuemente.

Siete de la mañana. –Ya llegamos, ¡bájense! Aquí mismo los voy a esperar para que cuando terminen, se vengan rápido y no se separen de su grupo para que no se pierdan– dice Don Julio, chofer del autobús.

El Distrito Federal con su enorme jungla de asfalto los recibe imponente. En todas las direcciones se observan edificios y automóviles, gente que transita apresurada en todas las direcciones, hay quienes se detienen y observan con desprecio a los intrusos, – ¡son campesinos!– exclaman los citadinos, –sí, seguramente ya vienen a hacer otra marcha, mejor pónganse a trabajar y dejen de estar perdiendo el tiempo–.

Los provenientes de San Juan Cote, incluida María, se forman en una larga fila y esperan. El sol empieza a calentar, cae a plomo. Cuando una voz grita –¡Avancen!–. Todos caminan, sus pies acostumbrados a andar por veredas cubiertas de pasto mojado y lodo se encuentran pisando la carpeta asfáltica de un México inhóspito que los tacha de revoltosos.

Diez de la mañana, dos horas de camino a pleno rayo de sol y han llegado al Auditorio Nacional, esta vez no son cantantes reconocidos ni actrices a los que recibe este recinto. Los escalones son una buena banca, se sientan y observan a los bailarines que danzan al compás de una melodía y aplauden. Es entonces cuando se decide compartir lo que han traído en el itacate, tortillas, elotes, calabazas, todo es puesto en el suelo para que se consuma y así mitigar el hambre. De su morena piel caen gotas de sudor que limpia con la manga del suéter.

Las horas transcurren, los discursos continúan. Nadie se mueve de su sito, los campesinos acostumbrados a esperar, esta vez lo hacen con la mayor de las paciencias, su ojos negros se fijan en un edificio alterno que, según aquellos que saben leer, está rotulado con la insignia PRESIDENTE. Su mirada está clavada en una ventana que se ha abierto como si vieran salir de ahí a su gobernante. Sin embargo, las horas pasan y el esperado PRESIDENTE, no salió.

María, presta atención a cada persona que pasa junto a ella, pero sin perder de vista a su grupo, teme perderse y no conoce la ciudad, así como tampoco cuenta con los recursos para regresarse en caso de extravió.

Dos de la tarde. Su estómago le pide comer, pero ya se ha terminado lo que se destinó para ese día. No hay tiempo de pensar en comida, en casa, los hijos, los trastes, los animales, la milpa, el esposo esperan... y además María debe enseñar a sus hijos a luchar.

 
 
 

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